El laberinto sagrado

Ariadna conocía bien el laberinto. En verdad, todas las princesas de la Casa Real se lo sabían de memoria y con los ojos cerrados. Dédalo había diseñado los planos atendiendo escrupulosamente a los pasos del baile ritual de las muchachas casaderas y ninguna podía ignorar por tanto los precisos que habían de darse para acceder al centro mismo, al inexistente centro mismo, del meandro de Cnosos: dos a la derecha, nada más entrar, tres a la izquierda, dos al frente, etcétera. Pero Teseo, un ateniense, no sabía danzar al estilo de Creta ni era un hombre especialmente dotado para el baile ritual, así que Ariadna tuvo que proporcionarle un hilo que dijo ser mágico. Con su ayuda, el héroe podría entrar en el laberinto, perderse en sus infinitos vericuetos y salir cuando lo deseara sin más que ir recogiendo y soltando hilo a voluntad, aunque, naturalmente, no le permitiera hallar el punto mismo donde se alojaba el Minotauro. En el fondo se trataba de una argucia, dispuesta por la propia Ariadna para engañar a su padre Minos y poderse casar con el hermoso joven ateniense a pesar de los celos paternos. Teseo entraría en el laberinto, mataría al supuesto monstruo y, saliendo victorioso, reclamaría la mano de la princesa, no pudiéndole ser negada por el amante padre de la joven, porque así lo exigía la ley.
Ariadna sentía que su corazón se desgarraba por la espera. Las horas pasaban y el hilo se alargaba más y más. De pronto se oyó, lejano pero nítido, un grito de dolor. Provenía de muy dentro del espacio. Ariadna no sabía si alegrarse o morir. Alegrarse de la magnífica interpretación de Teseo, si es que el bramido formaba parte de la mentira; morir si en verdad el lamento del amado obedecía a un dolor auténtico.
Cuando finalmente el héroe salió incólume del laberinto, Ariadna se alegró y fue a abrazar a su nuevo prometido, pero, enseguida hubo de retirarse, presa de una extraña desazón. La hoz de bronce de la que había entrado provisto el ateniense así como sus manos velludas, estaban manchadas de sangre. Ariadna miró a los ojos de Teseo, pero este se mostró inexpresivo y no quiso devolverle la mirada, sino que, dirigiéndose directamente al rey Minos, reclamó, sin más, la mano de La Princesa Real. “El Minotauro yace muerto en el centro mismo del laberinto. Se ha cumplido la ofrenda de sangre” y mostró la hoz ensangrentada y el prepucio del monstruo. El rey no tuvo más opción que darle su hija en matrimonio.
Ariadna sabía que Teseo, al no conocer los pasos de la danza, no podía haber llegado al centro –inexistente- del laberinto. Sabía también, quizá, que el Minotauro no existía, que aquella sangre solamente podía ser la del propio héroe y vagamente empezó a comprender, a pesar de que la piel de león que cubría al joven le impidiera apreciar debidamente la gravedad de la herida de su amado. Pero la ley sagrada no le permitía echarse para atrás, así que, sin más dilación y sin decir palabra, besó por última vez a su padre, recogió sus cosas y marchó con Teseo, camino de Atenas.
Al desembarcar en Naxos, un hito del regreso, la Princesa repudió al joven y le dejó partir en libertad. Él no entendía. ¿Qué había hecho mal? En el interior del laberinto no había monstruo alguno. De hecho ni siquiera había un laberinto auténtico. A cada paso, marcas en el suelo, perfectamente visibles, le iban llevando de la entrada a la salida, sin centro alguno por el que pasar. Y con todo y con eso, ¿no era preciso mostrar sangre, alguna sangre, y una prueba fehaciente de la destrucción de la hombría del minotauro, para dar mayor verosimilitud a la confabulación? ¿Y que mejor sangre que la suya, la del propio Teseo, la provocada por su voluntaria emasculación, el mejor sacrificio posible que ofrendar a su amada, la más bella de las mujeres?




Ilustración por gentileza de Camelia Davidescu

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