Once del once del dos mil once

Algunas personas dijeron haber sentido un ligero temblor interno, más un escalofrío que un desplazamiento direccional, pero la mayoría ni lo notamos y solo poco a poco fuimos siendo cabalmente conscientes de que el día del fin del mundo, esta vez sí, había llegado realmente. Como ejemplo, expondré brevemente el caso de mi familia, de mi madre, para ser más concreto. Ella había preparado una cena especial. De nada sirvió que, tanto mi hermano como yo, le recordáramos que no era la noche del fin de año sino del mundo y que bien podía excusar los langostinos. A los postres encendimos el televisor para ver el programa especial que nos habían estado anunciando durante toda la semana que se emitiría ese día en directo desde el Japón. Pero no había más señal que una carta de ajuste y el himno nacional –el nuestro, no el nipón. “¡Al final, siempre acaban echando lo mismo!”, dijo mi cuñada mientras servía el café. Mi madre asintió. “Bueno hijos, pues parece que, después de todo…”. Entonces sonó el timbre de la puerta. Era mi padre, que había regresado desde reino de los muertos “para el juicio final”, dijo. Y empezamos a atar cabos. Pero hasta que se presentó la bisabuela, mi madre no quedó del todo convencida.



Ilustración: María Nieves Guerra

2 comentarios:

  1. Si el fin del mundo es recuperar a los seres perdidos pues no està del todo mal...jajaaa..muy bueno el cuento me has sorprendido con ese final.

    un fuerte saludo

    fus

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    1. Gracias de nuevo, fus. Lo malo es que el juicio final no acaba de arrancar. Que si las pruebas periciales, que si los aplazamientos, que si los defectos de forma... y aquí estamos todos, los vivos y los muertos sin tener muy claro qué hacer ni como comportarnos los unos con los otros.

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