Un secreto de familia

     La noche que murió, mi padre, mirando hacia un infinito que se extendía todo en derredor pero de manera muy especial tras de mi, dijo:”Mañana por la mañana, hablamos sin falta, hijo”, y yo me fui a la cama tan contento, porque al fin iba a hacerme partícipe del gran secreto de la familia.
Mi madre, por el contrario, no quería saber nada del asunto. Y, a pesar de que le sobrevivió algunos años, nunca me lo quiso contar. Para ella se trataba de un secreto, sí, de familia, sí, pero por la parte de su marido, de manera que a ella no le incumbía. Tampoco me sirvió de nada insistir ante tío Agustín, el hermano pequeño de papá:

- Si no es por el infarto, al día siguiente me lo habría dicho todo, tío.
- Si él prefirió morir antes que contártelo, sus razones tendría.

     Por supuesto, se hallaban a mi disposición retazos de conversaciones oídas acá y allá, incluso comentarios sueltos de algunos vecinos, fragmentos informes, cascajos, esquirlas, nada coherente y cerrado, nada que me permitiera abrigar siquiera la vaga sospecha de estar yo mismo en el ajo. Y eso que lo intenté todo, incluso el chantaje emocional con tía Soledad, la hermana mayor de papá:

- ¿Hasta qué punto se me puede considerar un miembro más de la familia si no me iniciáis en el secreto?
- ¡Qué preguntas más retóricas haces, sobrino!

     Así que, por unas cosas o por otras, durante los años de mi adolescencia y primera juventud, no conseguí sacar nada en limpio y tuve que ir fabricando de la nada casi todo. El edificio que me construí a base de ingentes cantidades de pura imaginación era tan perfecto en sí mismo –incluso las esquirlas encajaban a las mil maravillas-, que, cuando el secreto de la familia, el auténtico por así decir, fue al fin desvelado, aireado más bien por los medios de comunicación, todo el asunto había dejado de tener interés para mi y los periodistas que me entrevistaban no podían creer que aquello no fuera conmigo. “Éste nos oculta lo más jugoso del secreto de la familia”, seguro que pensaban mientras yo les sonreía, distante, desde lo alto de mi recién estrenada torre de marfil.



Ilustración: Camelia Davidescu




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