Los tres reyes

Cualquiera hubiese asegurado que los tres habían venido juntos y, sin embargo, fue pura casualidad que coincidieran aquella mañana en la pensión del señor Honorato. También que a los tres les diera por hacer la misma pregunta absurda al mesonero, porque, en el fondo, cada uno buscaba un niño diferente, aunque, eso sí, los tres venían con la intención de adorarle y llevárselo como rey por un día a su país para, acto seguido, sacrificarlo a sus dioses. La capacidad de reacción del señor Honorato, tal vez su proverbial desconfianza hacia los forasteros o vaya usted a saber qué, salvó a los trillizos de la quema, pero ¡a qué precio! Y no me refiero sólo a la matanza de niñitos inocentes que siguió, todos los del pueblo excepto los tres gemelos, sino, sobre todo, a la que montaron los hermanitos cuando llegaron a la edad adulta. “¡Si lo llego a saber -decía el señor Honorato cuando la cosa ya no tenía remedio- se los entrego yo personalmente a los tres reyes esos!”. Claro, como eran los únicos varones que quedaban de su generación y como encima el señor Herodes, el cacique del pueblo, al no tener hijos que le heredaran –porque no iban a heredar las hembras, es lo que faltaba, aunque fuera el cacique- los adoptó como suyos, se puede uno imaginar. Eran malos hasta decir basta y desde que murió su padre adoptivo, peor todavía. No respetaban ni a sus hermanastras, ni siquiera a la más guapa, la pizpireta Salomé. A la mujer le gustaba exhibir sus encantos por el pueblo y ¿qué mal había en ello? ¿No era soltera? Tenía un baile de su invención –menuda era la Salomé- que solía ejecutar en la plaza mayor. Según danzaba dando vueltas, se iba quitando la ropa, toda a base de velos de satén, hasta que se quedaba en pelota. ¡Pues no van los trillizos y la encierran en casa, que no se la volvió a ver hasta que la espicharon los tres! Y que pena daba, que se había quedado en los huesos y ya no iba con velos, sino con un vestido todo negro hasta los pies. Y para animarla le decíamos “Baila Salomé, que tus hermanos ya no están para impedirlo, baila” y ella bajaba la cabeza y respondía horrorizada: “No, no, que es pecado mortal”. Pobre Salomé. En cuatro años de reclusión mayor envejeció más que todos nosotros juntos en cincuenta.
Había una que se la daba con queso al marido y no con uno ni con dos, que aquella se tiraba todo lo que llevara pantalones y va el buen hombre y la denuncia, ¿no? Para allá que vamos todos con las piedras para lapidarla como se merece y en esto que aparece uno de los hermanitos, el Jesusín –aunque los tres son iguales a éste se le reconocía porque era el más relamido de los tres- y empieza con que si el que esté libre de pecado, con que si no hay que tirar piedras al propio tejado, con que si patatín, con que si patatán, y va ¡y la deja marchar a la muy zorra! Y todo el pueblo con un palmo de narices, tu. Pero con su guardia de diez matones que habían reclutado por ahí fuera, a ver que hacíamos. A soltar las piedras y para casa. Que si digo que eran malos no lo digo por decir. Me acuerdo de un día que nos mandan ir a todo el pueblo a la plaza mayor, que nos va a hablar el Jesusín de los cojones. Se asoma el tío al balcón y empieza a dar órdenes como su padre, pero todo al revés. Va y dice, dice: “Desde ahora ni ojo por ojo ni diente por diente ni hostia por hostia. Desde ahora, si os abofetean en una mejilla ponéis la otra”. A mí, claro me dio la risa tanta estultez, con tan mala pata que Pedro, uno de sus matones, estaba justo detrás de mí. Me chista, me doy la vuelta sin saber quien es y me arrea un bofetón de dos pares de cojones. A mí, a mis cincuenta y ocho años, va un niñato y me pega con la mano abierta. Mira, me voy con la cacha a por él que si no me sujetan lo escalabro allí mismo. Y sujeto como estaba por otros dos matones, creo que uno era un tal Andrés y el otro no me acuerdo, va el tal Pedro y me dice “y ahora en la otra para que aprendas la lección”. ¡Y me da otra bofetada el muy cabrón! Yo lloraba, lo juro, lloraba pero no de dolor, que el mierda ese no tenía media torta, sino de impotencia…bueno, pues hablando de jurar, según me estaba cagando en dios, el Jesusín, como si me estuviera oyendo, que era imposible desde el balcón y tampoco lo dije a voz en grito, añade: “Y no juréis por Dios”. Jódete lorito.
Un día el señor Honorato, el de la pensión, se me acerca a escondidas –los trillizos tenían espías por todas partes- y me dice: “¿Sabes la última de los hermanitos? Me la ha contado Serafín, mi primo, que tiene un hotel restaurante en Canaan –sus tentáculos se iban alargando cada vez más lejos-. Pues resulta que una parejita quiso celebrar allí su boda y para allá que fueron los tres caciques con la bruja de su madre. Cuando se dejó de servir el vino, a la medianoche, como siempre, para que los novios puedan retirarse a hacer lo que tengan que hacer en su primera noche, van éstos y empiezan a sacar botellas y más botellas para los invitados y no solo le dejaron el bar para el seguro a mi primo Serafín sino que, además, los pobres novios no pudieron consumar y se negaron a pagarle la habitación que habían apalabrado con él”.
Yo he visto con mis propios ojos a Jesusín con un látigo en la mano expulsar a los pobres mercaderes del templo mientras vendían los animales para el holocausto. “¿Con qué vamos a sacrificar ahora?”, se preguntaba todo el pueblo. Pero bien le importaba a él y a sus hermanos.
No eran una ni dos. Era la maldad como forma de vida, el goteo continuo que hace rebosar el vaso. Pero nos tenían agarrados por las pelotas hasta el punto de que incluso uno de sus matones, de nombre Mateo, era, además, el recaudador de los impuestos, así que, si no te volvías manso como un cordero y te convertías en oveja del pastor Jesusín, venía el de hacienda y te lo quitaba todo. Pero gente tan mala tiene que hacer agua por algún sitio, generar enemistades incluso entre los suyos y dimos con Judas que estaba harto de los tejemanejes de los hermanitos y de que se rieran de él. La última que le hicieron inclinó la balanza a nuestro favor. Resulta que se reunieron los trece, los tres hermanitos y los diez matones para cenar y en esto, antes de empezar, el Jesusín, que ya era el jefe indiscutido del clan, moja un trozo de pan en el vino y se lo da al pobre Judas como diciéndole “anda, toma esto y vete a tomar por culo, que aquí no vas a pillar nada”. Después se enteró que se habían puesto ciegos a comer cordero y a beber vino y a mojar pan en la salsa. Así que vino y nos dijo: “esta noche van todos para el huerto de los olivos después de la cena a ver como van las aceitunas. Estarán borrachos perdidos. Es ahora o nunca”. Pero Pilatos, el jefe provincial del movimiento, que no los tragaba desde que le obligaron a cerrar el puticlub del pueblo, había sido explícito: “si queréis que haga la vista gorda, vale, pero solo admitiré un linchamiento cada vez” y decidimos por votación que Jesusín, el peor de los tres, fuese el primero. “¿Pero y si nos equivocamos de hermano?”, terció Honorato. “Yo le conozco de sobras. Al que le diere un beso en la boca, ese es el Jesusín”. Todos sonreímos por lo bajo. Algo habíamos oído.

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