El libro interactivo


Cuando acabe de leer este libro, moriremos los dos. Mi mujer dice que exagero, que nadie se muere de aburrimiento. La culpa de que se exprese en esos términos es toda mía. Comentarios del tipo “vaya tocho”, por ejemplo, o “que tedioso es esto”, han podido influir en su apreciación. Mi intención era evitar que también ella cayese en las garras del mamotreto. Ya desde el principio el texto capturó mi atención con sus ambiguas metáforas y sutiles alusiones a lo que se avecina y, por supuesto, sigo leyendo con creciente interés los avatares que se van sucediendo a la espeluznante velocidad de la luz, dicho sea de paso y sin exagerar un ápice. Por si fuera poco, la obra permite, además, una lectura sesgada, con posibilidad de saltar a alguna página posterior, inclusive a la última, sin que por ello se pueda dar el libro por finalizado. Esta libertad de movimientos es, por otro lado, engañosa, es como miel en los labios, pero miel mezclada con arsénico. Antes o después hay que volver a la página desde la que salté para seguir leyendo en continuidad. Esa es su trampa. Ahora ya nada me parece igual que cuando empecé la lectura y me planteo la cuestión de releer algunos párrafos anteriores para ver donde he perdido el hilo de la trama. Echo un vistazo y las páginas anteriores han desaparecido, se han volatilizado, por decirlo metafóricamente. Físicamente siguen ahí, por supuesto, pero han enmudecido, ya no dicen nada. Lo que pretendo señalar es que una relectura de la obra resulta absolutamente imposible. Pero hay más. Cuando, en mi avance lineal, llamémoslo así, arribo a una de las páginas a las que en su momento salté alegremente, observo un fenómeno similar. Las páginas ya leídas, sea hacia delante o por detrás, pierden todo su valor y ahora sé que la obra ya no tendrá el final esperado si es que, por ejemplo, había ido hasta él en algún momento anterior. Pero eso, lejos de constituir un consuelo, me sumerge en la perplejidad y la angustia de lo incierto. Y este nuevo estado de ánimo, en vez de ayudarme a pausar la lectura, a tomármela con calma, más aún sabiendo lo que me espera, me obliga a una carrera contra reloj. Y así uno tras otro van cayendo como hojas muertas todos los finales viables y voy olvidando los comienzos inexorablemente. Cualquier comienzo creído. Sí, moriremos los dos: el libro y yo. Y lo peor es que nadie, ni mi mujer siquiera, se darán cuenta cabal de lo sucedido. Seguiré haciendo como que leo mientras vaya pasando la páginas vacías, como que respiro profundamente cada vez que uno de esos párrafos que ya no existe, aunque siga estando allí, me haga volver a meditar mientras me quito las gafas de leer con gesto displicente y cansino, como que sigo intentando comprenderlo cuando sé que no hay nada que comprender en este estar definitivamente en el más allá.

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